Por Santiago Amondaray
Dentro de seis años nuestra ciudad estará celebrando 300 años de la sanción del Curato de Areco, decisión del Cabildo Eclesiástico que dio origen al Pago del mismo nombre.
La coyuntura que estamos transitado de cara al 23 de octubre del 2030 se nos presenta como una oportunidad idónea para repensar nuestro pasado. Hay dos motivos detrás de esta necesidad: porque cada generación tiene que revisar su propia historia y reescribirla en consecuencia; y porque el pasado arequero que se nos ha contado, se encuentra plagado de silencios sobre una multiplicidad de hechos, actores y procesos que urge sacar del basurero de la historia al que fueron arrojados.
El silencio es constitutivo de la historia. Parafraseando a un reconocido antropólogo de origen jamaiquino, no es posible disociar aquello que se recuerda de aquello que se olvida. En este sentido, la Historia (con mayúsculas) ha desempeñado un papel central en la producción de un pasado donde la ausencia de ruido histórico es, paradójicamente, muy palpable e intencionada. Basta leer las clásicas obras canonizadas para entender que el Areco que se plasmó en el papel y que se reprodujo obsesivamente desde inicios del siglo pasado, es un Areco idealizado, lineal, sin conflictos, sin tragedias, sin procesos sociales, sin sujetos, sin clases, sin razas, en resumen, ahistórico. Un pasado blanco construido por una elite local que narcisísticamente se miraba en un espejo que les devolvía una imagen de ellos mismos como los únicos protagonistas de una historia heroica e hidalga.
Del otro lado del espejo, dos hermanas llamadas Justa y Emiliana encarnan en su cuerpo el peso de dos silencios: el de la Historia que las marginó en tanto no-blancas y afrodescendientes; y un silencio propio, autoimpuesto como estrategia propia de supervivencia ante el trauma de los siglos de esclavitud y explotación.
Sobre ellas es poco lo que se sabe. Las dos fotografías que acompañan a esta nota fueron tomadas en los albores del siglo pasado frente a la propiedad deteriorada que heredaron, ubicada en la esquina de Arellano y General Paz (hoy un chalet que nada nos dice de ese pasado, al menos en apariencia). En el censo de 1895 aparecen registradas como Justa y Emiliana Sosa, de 30 y 40 años. No sabían leer ni escribir y se las reconoce como sirvientas o criadas, eufemismos en boga en el contexto de post-abolición para referirse a mujeres vinculadas a la realización de tareas domésticas en condiciones rayanas con el trabajo esclavo en casas de quienes, con mucha probabilidad, hayan sido otrora los dueños de sus madres, padres, abuelas, abuelos o, incluso, de ellas mismas. José María Sosa era su patrón junto con su esposa Dionisia Alem, hermana del Leandro N. Alem. Que lleven el apellido de sus patrones habla a las claras de una apropiación, de una asignación de identidad forzada vinculada a la propiedad de sus cuerpos, formal o encubierta.
Por su parte, el mencionado Sosa aparece en el censo de 1836 como propietario de un esclavo, una casa y una estancia en la que también vivían tres libertos: ¿alguno de ellos era pariente de nuestros símbolos silenciados? Una pregunta que queda flotando en el aire ante la falta de registros.
Justa y Emiliana representan una historia desconocida y silenciada. Una historia que no hay que limitar a un pasado remoto, extinto, tal como ha hecho la historiografía nacional con la población argentina no-blanca.
Para finalizar, en el marco de la coyuntura previa al tricentenario de Areco propongo un ejercicio de memoria histórica: un grupo de hombres armados, blancos en su mayoría, irrumpen a la fuerza en hogares de Angola y de otras regiones de África; extraen contra su voluntad a cientos de hombres y mujeres, separándolos de sus familias para siempre; luego son transportados en condiciones infrahumanas a través del Atlántico; de la “mercancía” embarcada en el puerto de origen solo la mitad llega a su destino, mientras que el resto es arrojado al mar; los sobrevivientes, los “afortunados”, son vendidos en alguno de los puntos destinados al comercio de esclavos en Brasil y en el Rio de la Plata; un puñado de ellos son comprados por un terrateniente de una localidad del norte de la campaña bonaerense para realizar trabajos domésticos y tareas en los campos; en el Pago de Areco se encuentran con otros que han sufrido el mismo cruel destino de despojo; siglos después, sus descendientes continúan caminando las calles de Areco, algunos ignorando ser parte de un linaje de africanos y africanas esclavizadas, otros reclamando en silencio ser reconocidos en una localidad que se piensa blanca y que los condenó a los márgenes de la historia.